En un rincón polvoriento del aeródromo de Mazzeh, en Damasco, el eco de las botas de los rebeldes resonaba entre hangares industriales vacíos y maquinaria abandonada. La luz oblicua del atardecer sirio revelaba una escena grotesca: cajas y más cajas apiladas, repletas de píldoras blancas del tamaño de una aspirina.
Algunas estaban escondidas en racimos de frutas de plástico, otras selladas dentro de mosaicos de cerámica y aparatos eléctricos. Eran evidencias irrefutables de una economía paralela, monumental, que había financiado al régimen de Bashar al-Asad durante años. Captagón, la droga de las guerras y los insomnios, yacía ahora como un vestigio de una era recién demolida.
La caída del régimen de Assad, consumada en cuestión de días por una ofensiva relámpago de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), trajo consigo el fin de una de las redes de narcotráfico más lucrativas del Medio Oriente.
Las imágenes capturadas por los rebeldes, y posteriormente difundidas por periodistas de Reuters, Channel 4 News y reportadas por The Wall Street Journal, mostraron fábricas de escala industrial donde el régimen, en un acto de desesperada astucia, manufacturaba captagón para sortear las sanciones internacionales y premiar la lealtad de sus aliados.
En un almacén en Douma, una ciudad cercana a la capital, entre estanterías cubiertas de polvo y cajas de cartón, un combatiente del HTS levantó una bolsa repleta de píldoras. Al girarse hacia la cámara, su voz retumbó con indignación:
– Aquí es donde fabricaban la droga que destruía a nuestra gente. Así se enriquecieron, mientras nosotros sufríamos.
El captagón, un estimulante similar a la metanfetamina, había sido originalmente desarrollado en la Alemania de los años 60 para tratar el narcolepsia y el TDAH. Tras su prohibición mundial por ser altamente adictivo, su producción se trasladó primero al Líbano y después a una Siria fragmentada por la guerra civil desde 2011.
Lo que comenzó como operaciones clandestinas en pequeños laboratorios pronto se transformó en una economía subterránea que, según el New Lines Institute, alcanza los 10 mil millones de dólares anuales, comparable al mercado europeo de la cocaína.